Quiero dedicar estar entrada a mis padres de los que me siento tan orgullosa por todo el amor que han sabido darme, y porque sabiendo lo que es carecer, supieron ser generosos. Y porque Madrid vuelve a arder, y ya no hay pueblo al que regresarse.
No vi arder Madrid en el año treinta seis.
No vi sus casas saqueadas
ni sus estómagos hambrientos
a la espera de un plato caliente.
No vi cómo se llevaban a los hombres
a dar el paseíllo,
ni los milagros que mi madre me contaba
cuando mi abuelo escapó de la muerte
camino al paredón de los valientes.
No viví esa guerra que mi padre
relataba en sobremesa
cerrando sus ojos azules,
mientras recordaba a su hermano
muerto de miedo,
luego muerto del todo.
Me asustaban las historias
de los niños escondidos en los campos
y sus padres en campos concentrados.
A veces soñaba con ser mayor
y librarme de los miedos que asaltaban
a un balón rodando por las calles
o a una muñeca de trapo.
Lo que nunca me contaron
-porque la Historia sólo se cuenta
a toro pasado-,
fue que volvería a hacerme niña
en la carne propia de mis hijos.
Toca volver a luchar por ellos,
y por los hijos de sus hijos.
Ya no vuelan cometas en el cielo
ni se oyen risas en el mar.
Vuelven a sonar sirenas,
-y como entonces-
como siempre pasa en la guerras,
se perderá la infancia de los infantes,
se romperán corazones a medio dibujar
en los troncos de los árboles.
No quedará tiempo para ser joven
ni tampoco tiempo para ser viejo.
Madrid arde, puedo olerlo.
Vuelvo a tener los diez años de mi padre.