
Mi madre iba deslizando poco a poco todo su saber en las cosas cotidianas. Nos sentaba en sus rodillas cuando queríamos pelearnos con alguien para vengar una ofensa y trataba de calmar nuestro enfado porque la ira formaba parte de los siete pecados capitales. Los aprendimos todos. A mi me parecía mucho más difícil cumplir con ellos que con los diez mandamientos. De los capitales se desprendían los veniales. Eran demasiados para poder recordarlos, pero los veniales tenían la ventaja de que podías arrepentirte de ellos sin necesidad de confesarlos.
“La soberbia” era el principal de todos. Abarcaba la desobediencia, la altanería, la presunción, y la ambición. Mi madre trataba de combatirlo enseñándome a ser humilde. Todavía queda mucha soberbia en mi naturaleza, pero la humildad siempre me acompaña. Mi madre se empleó a fondo en desarrollar esta "virtud".
“La pereza” es el más metafísico. La ociosidad que se desprendía de este pecado capital, es algo que mi madre no nos permitía y siempre encontraba algo para que estuviéramos ocupadas. Es uno de los placeres que nunca se permitió a sí misma.
“La avaricia” sólo me preocupaba cuando quería conseguir lo que mi hermana tenía, pero ella casi siempre me liberaba de mi pecado prestándome sus cosas. La tacañería, el fraude, el perjurio y el robo eran los pecados que se desprendían de éste, pero eran demasiado adultos para que yo pudiera caer en sus garras.
Con “la gula” nunca tuve problemas. A penas si comía lo justo para sobrevivir. Nunca tenía hambre, y mi madre perdía los nervios cuando no me comía la comida. También era pecado tirarla. ¡No quiero ni pensar en las personas con trastornos alimentarios!
“ La ira” no me asustaba en demasía. Era una palabra demasiado grandiosa, y yo pensaba que nunca podría enfadarme tanto como para llegar a sentirla. Sus hijos son la venganza, las riñas, y las disputas. Las peleas con mis hermanas eran tan cotidianas que no reparaba en ellas como si fueran pecado. Dice un proverbio chino que cuando cometes tres veces seguidas un pecado, empiezas a considerarlo lícito. Mi madre también lo decía y por eso reparaba siempre en lo auténticamente inadmisible. La venganza era una de ellas. Nos decía que el mayor desprecio era no hacer aprecio. Yo pensaba que se pecaba igual, porque mi hermana se enfadaba mucho cuando quería discutir y no encontraba con quién, pero mi madre insistía en sus refranes. “Dos no riñen si uno no quiere”. Realmente era difícil, pero era una manera de mantener a raya a los pecados capitales.
“ La envidia”. Es el pecado que más daño hace al que la siente. Desear los bienes de otros debe ser una tortura que te impide alegrarte de los tuyos. Además tiene su parangón en el décimo mandamiento.
Y por último “la lujuria”. A mí me sonaba como la culminación del sexto y el noveno. “No cometerás actos impuros”. “No tendrás pensamientos ni deseos impuros”. Cuando preguntaba qué era impuro, me respondían que algo malo. La respuesta no era muy aclaratoria, pero mi instinto me decía que tenía algo que ver con el sexo que se esconde entre las piernas.
A mi madre la educaron bajo la sombra del pecado y la penitencia. Con su velo negro, su rosario en la mano y el miedo pegado en sus talones. Desde los confesionarios salía la voz que guiaba a las mujeres por el camino de la abnegación, el sacrificio, y por supuesto la insatisfacción. El hombre parecía exento del pecado y desde luego de cualquier penitencia. Mi padre blasfemaba sin ninguna consideración, incluso creo que cuanto más irritaba a mi madre, más necesidad tenía de recurrir a los santos. Los nombraba a todos. No dejaba a salvo a ninguno. Es como si estuviera convencido de que entre todos le habían robado a su mujer. Los consejos que salían del confesionario apuntaban directamente al pecado del placer, por el placer. Si se hacía con amor, sería lícito siempre y cuando no se tomara ninguna medida para evitar las consecuencias que se pudieran derivar de la unión de dos personas. Con tanto velo y tanto manto no debió ser fácil desnudarse del todo.
Para mí la mayor bendición fue entregarme a los brazos de mi primer amor, introducir su cuerpo en el mío, besar cada poro de su piel, lamer su impureza con mi lengua y dejar que me poseyera entera hasta que el pecado, se convertía en un éxtasis que me acercaba al cielo más que ninguna otra experiencia religiosa.
“La soberbia” era el principal de todos. Abarcaba la desobediencia, la altanería, la presunción, y la ambición. Mi madre trataba de combatirlo enseñándome a ser humilde. Todavía queda mucha soberbia en mi naturaleza, pero la humildad siempre me acompaña. Mi madre se empleó a fondo en desarrollar esta "virtud".
“La pereza” es el más metafísico. La ociosidad que se desprendía de este pecado capital, es algo que mi madre no nos permitía y siempre encontraba algo para que estuviéramos ocupadas. Es uno de los placeres que nunca se permitió a sí misma.
“La avaricia” sólo me preocupaba cuando quería conseguir lo que mi hermana tenía, pero ella casi siempre me liberaba de mi pecado prestándome sus cosas. La tacañería, el fraude, el perjurio y el robo eran los pecados que se desprendían de éste, pero eran demasiado adultos para que yo pudiera caer en sus garras.
Con “la gula” nunca tuve problemas. A penas si comía lo justo para sobrevivir. Nunca tenía hambre, y mi madre perdía los nervios cuando no me comía la comida. También era pecado tirarla. ¡No quiero ni pensar en las personas con trastornos alimentarios!
“ La ira” no me asustaba en demasía. Era una palabra demasiado grandiosa, y yo pensaba que nunca podría enfadarme tanto como para llegar a sentirla. Sus hijos son la venganza, las riñas, y las disputas. Las peleas con mis hermanas eran tan cotidianas que no reparaba en ellas como si fueran pecado. Dice un proverbio chino que cuando cometes tres veces seguidas un pecado, empiezas a considerarlo lícito. Mi madre también lo decía y por eso reparaba siempre en lo auténticamente inadmisible. La venganza era una de ellas. Nos decía que el mayor desprecio era no hacer aprecio. Yo pensaba que se pecaba igual, porque mi hermana se enfadaba mucho cuando quería discutir y no encontraba con quién, pero mi madre insistía en sus refranes. “Dos no riñen si uno no quiere”. Realmente era difícil, pero era una manera de mantener a raya a los pecados capitales.
“ La envidia”. Es el pecado que más daño hace al que la siente. Desear los bienes de otros debe ser una tortura que te impide alegrarte de los tuyos. Además tiene su parangón en el décimo mandamiento.
Y por último “la lujuria”. A mí me sonaba como la culminación del sexto y el noveno. “No cometerás actos impuros”. “No tendrás pensamientos ni deseos impuros”. Cuando preguntaba qué era impuro, me respondían que algo malo. La respuesta no era muy aclaratoria, pero mi instinto me decía que tenía algo que ver con el sexo que se esconde entre las piernas.
A mi madre la educaron bajo la sombra del pecado y la penitencia. Con su velo negro, su rosario en la mano y el miedo pegado en sus talones. Desde los confesionarios salía la voz que guiaba a las mujeres por el camino de la abnegación, el sacrificio, y por supuesto la insatisfacción. El hombre parecía exento del pecado y desde luego de cualquier penitencia. Mi padre blasfemaba sin ninguna consideración, incluso creo que cuanto más irritaba a mi madre, más necesidad tenía de recurrir a los santos. Los nombraba a todos. No dejaba a salvo a ninguno. Es como si estuviera convencido de que entre todos le habían robado a su mujer. Los consejos que salían del confesionario apuntaban directamente al pecado del placer, por el placer. Si se hacía con amor, sería lícito siempre y cuando no se tomara ninguna medida para evitar las consecuencias que se pudieran derivar de la unión de dos personas. Con tanto velo y tanto manto no debió ser fácil desnudarse del todo.
Para mí la mayor bendición fue entregarme a los brazos de mi primer amor, introducir su cuerpo en el mío, besar cada poro de su piel, lamer su impureza con mi lengua y dejar que me poseyera entera hasta que el pecado, se convertía en un éxtasis que me acercaba al cielo más que ninguna otra experiencia religiosa.