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Ilustración de Verónica Claudio |
…Y entonces una comienza sin querer a sentirse estúpida por no haber leído antes las señales o aún peor, haberlas ignorado. Se pregunta una y otra vez, en qué momento, qué palabra, qué mirada, qué caricia fue la inadecuada. Saber que vas a volver a morir de amor y no poder hacer nada. Saberte estupenda y todas esas cosas que te dicen cuando estás rota. Y creerlas, y aun así, seguirte faltando el aire cada vez que respiras. Y en cada suspiro una súplica, un lamento lanzado al mar como el que tira una piedra y ve sus ondas o lanza una botella sin mensaje porque no confía en que llegue a la orilla. Una promesa de jamás volver a ese lugar donde creíste ser feliz por un instante. Dejar atrás los horizontes que antes estaban delante de los ojos y ahora te quedan a la espalda. Quedarte muy quieta, observando cómo se mueve el aire, como las hojas se mecen al antojo del viento, como el cielo amanece aunque tú no lo veas y cómo completa su ciclo el día y llega la noche más solitaria que nunca, llamando a los cristales. Yo hago que duermo y cierro los ojos como ese niño que se asusta y los mantiene apretados para que desaparezca el monstruo. Hago que duermo y a veces hasta sueño que me levantaré temprano para que no amanezca sin mí. Que seré parte del mar otra vez, que la luna volverá a ser poema de alguna historia de amor, que mis dedos volverán a sentir la piel enamorada, la que con tan solo rozarte con un beso, una flor prestada del campo, una palabra a tiempo, es capaz de hacerte olvidar aquellos primeros días que duraron tantos años.