Gracias a todos por vuestra mirada.

miércoles, 16 de octubre de 2019

Sin paraguas


Me adentro en el otoño sin paraguas,
dispuesta a dejarme envolver
por el sonido de sus hojas movidas por el viento,
por la lluvia, que dicen limpia, el aire contaminado
de las ciudades, y yo añadiría que el del alma.
Me adentro sin otro remedio que el que impulsa
el calendario a este lado del planeta.
Sigo el rastro de su olor a tierra mojada,
el color rojizo de su atardecer temprano
el quejido de su suelo cubierto con el manto
de todo cuanto va muriendo.
Me dejo cautivar también por el color de su cielo antojadizo,
de los charcos que te pillan de improviso
y te mojan hasta la cintura
o sus parques anunciando tardes inolvidables
bajo la luz de sus árboles.
Doy la bienvenida al otoño
en esta tarde gris que anuncia lluvias,
de las que dicen, limpian los malos augurios.

jueves, 3 de octubre de 2019

El fin de la guerra


Apenas había comenzado la guerra y ninguno nos dimos cuenta de lo larga que sería, lo cruel que era ver cómo se hacía ceniza la mesa en la que comimos tantos años pan y cebolla, cómo caían las paredes de la casa construidas ladrillo a ladrillo con nuestras propias manos, los enseres que guardamos para nuestros nietos, las cartas que releríamos juntos cuando ya nadie se acordara de nosotros. El árbol que plantamos para verlo florecer casa primavera.
La guerra acabó con todo. Duró demasiado y hubo muchas bajas y muchos muertos. Nunca nos contaron de la guerra, que lo más doloroso no era el morir, sino el vivir muriendo. Cada día sorteando una bomba, un recuerdo, ese mordisco de acero clavándose en lo más profundo de nuestro cuerpo. No nos contaron tampoco que sobrevivir a una guerra no es estar vivo. Juro que yo he visto andar a los muertos, que los he visto mirando el televisor como si creyeran que ven algo.  Muertos que te miran por encima del hombro como si te atravesara una sombra. Y también he visto resucitar a los muertos sin volver la vista atrás para ver siquiera si su perro todavía esperaba su regreso, si sobrevivió con los huesos que encontraba, o con alguna sopa caliente que algún vecino bienintencionado, le daba para aliviar su delgadez o quién sabe si su propia conciencia.
Y un día como cualquier otro, comienzas a escuchar frases sueltas que hablan del final de la guerra, que es cuestión de tiempo, que la victoria está cerca, o lo que es lo mismo, la rendición. Qué un poco más, que apenas unos muertos fusilados en el último momento. Un último empujón y nacerá la vida. Y rezas,  no sabes a quién, pero rezas, para que pase pronto, para que dejen de doler los huesos y el corazón. Y sigues rezando para que se imponga la cordura y a ser posible, rescate de los escombros, algún que otro buen recuero,  que nos haga creer que de verdad un día fuimos tan felices como jamás creímos que fuera posible.
No cuentas jamás con que al final de la guerra ganen los malos. Gane el rencor que se escondió tras los muros de un silencio sepulcral hecho de tareas cotidianas; como barrer el suelo o fregar los platos. Un silencio indiferente al susurro de una voz, a las súplicas de un abrazo de madera, a los gritos ahogados en pena y dolor. Un rencor sordomudo creciendo como la hiedra que tapa las ventanas y la luz.
Aún así, guardo el recuerdo de antes de la guerra, cuando todavía creía que la esperanza de volver a creer era posible. Qué todo podría volver a ser de color, que cumplimos con nuestro destino heroicamente y eso merecía cuanto menos una recompensa. No una casa, ni un coche último modelo, ni siquiera uno de segunda mano (la guerra te muestra las prioridades), pero sí un pan recién hecho para olvidar esas migajas que el hambre te obliga a recoger aunque sepas que no saciarán tu cuerpo ni tu alma, ni mucho menos tu dignidad. Qué sé yo, un racimo de uvas recién cortadas, una copa de vino para brindar por el fin de la guerra.