Apenas había comenzado la guerra
y ninguno nos dimos cuenta de lo larga que sería, lo cruel que era ver cómo se
hacía ceniza la mesa en la que comimos tantos años pan y cebolla, cómo caían las
paredes de la casa construidas ladrillo a ladrillo con nuestras propias manos,
los enseres que guardamos para nuestros nietos, las cartas que releríamos
juntos cuando ya nadie se acordara de nosotros. El árbol que plantamos para verlo
florecer casa primavera.
La guerra acabó con todo. Duró
demasiado y hubo muchas bajas y muchos muertos. Nunca nos contaron de la guerra,
que lo más doloroso no era el morir, sino el vivir muriendo. Cada día sorteando
una bomba, un recuerdo, ese mordisco de acero clavándose en lo más profundo de
nuestro cuerpo. No nos contaron tampoco que sobrevivir a una guerra no es estar
vivo. Juro que yo he visto andar a los muertos, que los he visto mirando el
televisor como si creyeran que ven algo.
Muertos que te miran por encima del hombro como si te atravesara una
sombra. Y también he visto resucitar a los muertos sin volver la vista atrás
para ver siquiera si su perro todavía esperaba su regreso, si sobrevivió con
los huesos que encontraba, o con alguna sopa caliente que algún vecino
bienintencionado, le daba para aliviar su delgadez o quién sabe si su propia
conciencia.
Y un día como cualquier otro,
comienzas a escuchar frases sueltas que hablan del final de la guerra, que es
cuestión de tiempo, que la victoria está cerca, o lo que es lo mismo, la
rendición. Qué un poco más, que apenas unos muertos fusilados en el último
momento. Un último empujón y nacerá la vida. Y rezas, no sabes a quién, pero rezas, para que pase
pronto, para que dejen de doler los huesos y el corazón. Y sigues rezando para que
se imponga la cordura y a ser posible, rescate de los escombros, algún que otro
buen recuero, que nos haga creer que de
verdad un día fuimos tan felices como jamás creímos que fuera posible.
No cuentas jamás con que al final
de la guerra ganen los malos. Gane el rencor que se escondió tras los muros de
un silencio sepulcral hecho de tareas cotidianas; como barrer el suelo o fregar
los platos. Un silencio indiferente al susurro de una voz, a las súplicas de un
abrazo de madera, a los gritos ahogados en pena y dolor. Un rencor sordomudo
creciendo como la hiedra que tapa las ventanas y la luz.
Aún así, guardo el recuerdo de
antes de la guerra, cuando todavía creía que la esperanza de volver a creer era
posible. Qué todo podría volver a ser de color, que cumplimos con nuestro
destino heroicamente y eso merecía cuanto menos una recompensa. No una casa, ni
un coche último modelo, ni siquiera uno de segunda mano (la guerra te muestra
las prioridades), pero sí un pan recién hecho para olvidar esas migajas que el
hambre te obliga a recoger aunque sepas que no saciarán tu cuerpo ni tu alma,
ni mucho menos tu dignidad. Qué sé yo, un racimo de uvas recién cortadas, una
copa de vino para brindar por el fin de la guerra.