No existe un hombro lo
suficientemente grande
donde poder llorar todas las penas.
Quisiera
arrancarme el corazón
y sentarme a
llorar como la niña
que cree que
tras el llanto
siempre
llega la caricia.
Pero las
lágrimas son ahora
cristales
clavados en la boca del estómago,
en la
garganta,
en la sangre
bombeando
a doscientas
pulsaciones por minuto
-para morir
al instante siguiente-.
Y no llega
el llanto,
y ya no soy
la niña,
y ya no soy
el rostro de la mujer
con la que
soñé tantos años.
Quisiera
estrujar mi corazón y desangrarlo,
ver cómo
chorrea la tristeza,
apretarlo
entre mis manos
a modo de
venganza
vaciarlo por completo de su sangre.
Que no
recordara nunca que ha amado,
que olvidara
por fin
que fue
latido.