¿Qué se puede decir cuando todo está dicho? ¿Para qué redundar en las mismas palabras? ¿Acaso cambiando la activa por la pasiva no da como resultado el mismo resultado? ¿Acaso el sujeto no es más que la comprobación del objeto directo? ¿Acaso cambiar los factores en una multiplicación no da como resultado el mismo producto? ¿A qué cambiar de orden las palabras sino para marearlas y terminar mareada con ellas ya sin sentido, ya sin concierto, ya gastadas de tanto nombrarlas, de tanto escribirlas como si fueran un castigo? ¿Para qué buscar otras nuevas con las que enunciar una y otra vez la misma finalidad para la que fueron creadas? ¿Para qué transformarlas en verso cuando la prosa terminó por comerse todas las primaveras y todos los otoños y todos los brotes verdes y todos los amaneceres que no amanecerán nunca, y todos los atardeceres de esperanzas siempre retrasadas un paso, y otro más y otro hasta llegar al principio y no poder volver a empezar? ¿A qué quejarse de la prosa que es la vida si ella es lo más grande que tenemos? ¿A qué llorar las lunas y todo cuanto bajo su luz ocurrió? ¿A qué malgastar saliva o la punta de los dedos en escribir a lo que se fue, si hace siglos que el propio Bécquer escribió sobre las golondrinas que no han de volver? ¿Quién mejor que él para hacer de la poesía la propia vida? Quién mejor que yo para saber que el infierno existe como existe el cielo. Quién mejor que cada cuál para saber dónde está y qué palabras quiere emplear para devolver la dignidad al sujeto y dejar que los predicados se escriban hasta agotar todas las posibilidades que la gramática permita, o que permita el conocimiento de nuevas palabras, para intentar que las golondrinas vuelvan a su nido o aniden al menos en algún balcón lo más cerca posible del cielo.
Image: 'Ubaldo Bordanova. Golondrinas'
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