Todo podía ser peor,
me susurra una voz cantarina
sin atreverse a más.
Sabe que no soporto
su condescendencia con el mundo,
la aceptación de la injusticia como inevitable,
la tristeza como parte indisoluble de la alegría,
el dolor que se empeña en recordar los años,
—o viceversa, no estoy
muy segura—,
la piel que reclama a gritos la caricia,
el alma dormida en un alambre.
No soporto su voz, y lo sabe. Y sin embargo,
le presto oídos para poder pasar el día
sin mayor apuro que pasarlo.
Efectivamente podía ser peor.
Solo tengo que acallar mi voz inconformista,
la que se duele de sí misma y de los otros,
la balanza que nunca está del lado de los buenos
ni el nunca es el momento para que suceda el
milagro.
Y la vocecilla sigue cantando su canción
como para ir adormeciendo los sentidos,
casi con la compasión de una madre
que sabe que no puede consolar al hijo
con un abrazo,
ni con un beso,
ni con un beso,
ni con nada,
y aún así sigue cantando.
y aún así sigue cantando.