Gracias a todos por vuestra mirada.

lunes, 28 de junio de 2010

Tic-tac

Queridos compañeros de emociones. Sólo me separan del mar unas horas y unos cuantos km de carretera, y no quería marcharme sin desearos a todos los de este lado, un feliz verano, y a los del otro, un feliz invierno. No me voy del todo. Aquí se queda esperando mi regreso la segunda parte del verano. Ya me gustaría ya, tener casa frente a mi mar Mediterráneo.
Y no quería irme sin colgar un poema un poco más refrescante. Un poco ¿eh? que ya me van conociendo.


He leído en un tratado de ciencia

que enamorarse ha dejado de ser

propiedad privada del corazón,

y que su título lo enarbola ahora,

esa corteza –cerebral-

sin ninguna magia

ni ningún encanto especial.



He leído que el amor no es ciego

y que el único responsable

de su enajenación mental,

son una neuronas imposible de nombrar

en un poema. Porque nada tiene de romántico

decir oxitocina o área tegmental vetral.



Sea como sea, son unas neuronas

que se vuelven locas, locas, locas

y dejan de percibir la obviedad.

La lluvia ya no nos moja.

Podemos caminar durante horas

dejándonos empapar por un agua

que nos hipnotiza con sus gotas.



Tampoco nos rinde el sueño

ni nos quema el sol, ni sentimos hambre,

ni dolor. El tiempo no se mide en horas,

y en la cara se nos dibuja una sonrisa

permanente, blanda, casi ingenua.



Pero no se dejen engañar por esa falta

de tic-tac, porque cuando menos te lo esperas,

el reloj se pone de nuevo en marcha.

martes, 22 de junio de 2010

Distintas muertes



Siempre que imagino la muerte, imagino más la vida sin la vida del amante, del amado, del padre, de la madre…Y lo peor de todo, sin el hijo. Imagino un cadáver expuesto tras los cristales. La gente que lo mira desde afuera y los que le lloran desde dentro sin poder contener todo el dolor que abarca a penas unas pocas horas de ausencia, augurio de los meses y los años que pasarán contenidas en esos mismos ojos que ahora lloran. Imagino que el teléfono no suena, que no llaman a la puerta con sus dedos esos muertos expuestos. Yo ya he dejado dicho que cierren la compuerta. Que recuerden mis ojos vivos y mis manos tocando y escuchen mi risa a través de los oídos de la memoria. He dejado dicho que me quemen en el crematorio, eso sí, después de aprovechar mi cuerpo, si es que queda algo de provecho. No digo que no me lloren porque yo misma no podría cumplir esa promesa. Y todo lo imagino sin querer imaginar, sin poder evitar llorar antes de que ocurra lo que es inevitable.

Lo que nunca puedo llegar siquiera a imaginar por respeto a los que lo sufren, son esos cadáveres apilados a los que nadie reconoce. Esos que no mueren porque son matados. Esos que Rulfo y García Márquez exponen colgados de los dedos gordos de sus pies amoratados. Esos cuya sangre chorrea a machetazos. Esos muertos, muertos a balazos. Esos niños acurrucados en los brazos de una teta como si todavía pudieran sorber el último trago de la vida que se escapa de la madre. No puedo imaginar la historia que nos cuentan de los hornos y los horrores. La historia repetida una y otra vez en lugares tan lejanos que parece que fueran de una estirpe diferente. Como si fueran menos humanos. Esos que estallan por los aires y se los comen los buitres. Esos que no tienen la suerte de poder morir como mueren los occidentales. Enfermos y de viejos. En camas de hospitales o en sus propias camas arropados por sus familiares. Y no es que la muerte sea menos muerte, que su estela deja a todos los vivos sumidos en la misma pena, es que es la única muerte que conozco. La única que he vivido y he llorado y la que aún me queda por llorar. Doy gracias por ello. Pero no puedo evitar sentir que mi corazón se rompe a pedazos tras la pantalla blindada y llorar con los puños cerrados esa otra muerte de colores diferentes, de dientes amarillos, labios secos, ojos de niño, platos vacíos, tierras secas de sequía cuarteada por los siglos, nubes negras que vacían su cólera sobre los más empobrecidos, volcanes furiosos que rugen sin aviso. Esa con cara de sargento, general o coronel. Esa que se esconde tras condecoraciones y se pasea con sus tanques sin importarle pasar por encima de vidas inocentes que no vivirán para contarlo. Tampoco vivirán para morir de viejos en sus camas, ni enfermarán de cáncer. Sencillamente morirán y algunos como la que escribe, no sabrá sus nombres ni si tenían padre o madre, hijos o amantes, ilusiones o sueños, billetes de tren en el bolsillo a ninguna parte, diarios escritos bajo el fuego, todavía esperando poder escribir sobre el primer beso. Muertos y más muertos que bien podrían ser los que hoy escribieran sobre mi fosa o sobre mi tumba. Permítanme pues que al menos les llore con mis letras. No se me ocurre ninguna  manera de librarles de esas muertes que no se investigan en probetas ni tampoco se me ocurre cómo dar mi pésame a los que sobreviven a tanta tragedia.

jueves, 17 de junio de 2010

Conversión. I Parte.

Forjaste los primeros versos
que dieron forma a mi memoria.
Te repetía cada noche como una letanía
con mis dedos cruzados,
como se repite un rosario.

Me parecías entonces un niño
casi tan desvalido como yo
y casi tan poderoso como Dios.

No en vano, eras su Hijo
y estabas destino a heredar el Cielo.

Éramos casi amigos.
 Mi madre siempre me decía:
“Cuando te metas en líos
llama al Jesusito.”

Entonces yo te llamaba desde mi memoria,
y rezaba aquellos primeros versos,
y  me sentía menos desvalida, menos sola.
Porque tu obligación era cuidarme
y no desampararme ni de noche ni de día.

Yo a cambio, te daba los domingos
como quien intercambia canicas.
Mi obligación consistía en madrugar
y  seguir aprendiendo letanías
que seguían forjando mi memoria.

Requerías también otros sacrificios:
ayuno voluntario en la cuaresma,
no pelear con otros niños,
obedecer sin rechistar,
no robar fruta
ni contar mentiras.

Nada comparable con tu corazón
sangrando entre tus manos
colgado del almanaque,
o tu cuerpo clavado de una cruz
sobre la cama de mis padres.

Toda esa sangre derramada,
bien merecía ayunar todos los días,
y en primavera, cuando mayo florece,
reunir todas las flores, y en un cesto,
llevarlas ante el altar de tu madre
llorando tu muerte.

¡Cómo pensar siquiera, en disfrutar
de un bombón de chocolate
recordando a cada rato a los niños
de África muriéndose de hambre!
Yo seguía rezando  en un intento
de convertirme en santa,
por todos esos niños del mundo
que no tenían mi suerte,
y en un rinconcito de mi alma
escondido a modo de secreto,
o de pecado casi, también rezaba por los míos
y por mi.

Luego me hice mayor.
y  te convertiste en hombre.




viernes, 11 de junio de 2010

La Gioconda llora

Un sabor pastoso asciende

Desde mi garganta hasta mi boca.

Los ojos hinchados por el llanto

Y por el sueño desvelado

De una noche sin fronteras.


El estómago revuelto de recuerdos

Mezclados con alcohol y con tabaco

Y otros ácidos amargos de postreros

Y hastiados arrepentimientos.

Nauseas que no llegan al vómito.


El sol incide descarado en las partes

Más oscuras de mi cuerpo

-Debí bajar del todo las persianas-

Y se empeña en iluminar todo

Cuanto la noche se empeñó en ocultar

Con el mismo ahínco que recelo.


Desdeñado el dolor de mis huesos

Y el olor de mis sábanas a sexo

De otro sexo, trato de renovar

Mis juramentos ante el espejo:


“Esta noche fue la última”.


Y una sonrisa parecida a la Gioconda,

Se burla de mi rostro, o tal vez

Sólo es que llora.