No me hables del mundo. Háblame
de tu vecino, el que tienes ahí al lado, dime qué eres capaz de hacer por él y
hazlo. Tal vez así se cambie el mundo. Que no me hablen de obviedades como
todas las que dijo el rey ayer, que éso ya lo sabemos todos. El problema es
cómo conseguir todas esas buenas palabras. ¿Tal vez olvidando todas las
ofensas, olvidando que nos han robado los sueños, olvidando a los muertos que
cada vez quedan más lejos, pero no para sus nietos. Olvidando que ayer éramos
muchos los que comíamos tres veces al día, incluso te dabas el capricho de
comer fuera, en restaurantes llenos de gente vestida de domingo. No, yo no
puedo olvidar todo lo que lucharon tantas generaciones por los derechos
laborales, por los derechos de las mujeres, por los derechos de los niños y
perdonar que cada día se vulneren bajo vanas palabras que dicen, sí sí,
pobrecillos, les ha tocado. Tampoco creo en la violencia, como no creo en la
imposición. Pero nunca antes de ahora me había sentido bajo una dictadura tan
férrea que no me deja otra salida que el exilio. Algunos prefieren llamarlo
emigración. España, país de emigrantes. Y lo cierto es que desde niña llamó
mucho mi atención que durante cuarenta años, sólo pudiera escuchar quejas y
lamentos. Así hasta que estiró la pata (disculpen la expresión), que si no, tal
vez seguiríamos bajo su yugo. Y entonces una democracia improvisada, recuerdos
lejanos de lo que pudo ser en 1921 o 26...Mi abuela ya acariciaba el sueño de
vestirse de charlestón y terminó vestida de negro en un pueblo tras la muerte
de su hijo en la guerra. Y así miles de historias nunca contadas, sino era en
sobremesa.
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