A veces una recurre a los más
absurdos argumentos para tratar de dar vida a lo que ya está muerto. Cierra los
ojos y se tapa los oídos, igual que hacen los niños para ponerse a salvo de los
monstruos. A veces, alguien pregunta por lo obvio, como el que pregunta si lloverá
esa noche, cuando el cielo está de tormenta y se escuchan los primeros truenos.
Ella, entonces, despliega su sonrisa sempiterna en respuesta a todas las
preguntas. Ni un solo lamento que pueda robar al aire el aroma a tierra húmeda.
Y es después, cuando llega a su refugio empapada de lluvia, cuando abre los ojos y se desata el corsé que tanto la oprime en el pecho. Y se quita los zapatos, y se borra la
sonrisa de los labios, y solo entonces, da rienda suelta a su llanto sin que
nadie perturbe su espacio consagrado a la tristeza. Que nadie sepa que sufre,
que nadie sepa que es mentira la risa, que nadie adivine su carta de la muerte.
Ya no le quedan argumentos con los que poder conciliar el sueño, ni inocencia
para vencer a los monstruos. Invoca una canción, como el que invoca una oración
a Dios, para pedirle un milagro.
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