Ha regresado
la mujer que me habitaba
cuando el
solo nacía por el este
y la tierra completaba su círculo
hasta ocultarse
por detrás de la ventana.
Entonces solía
dormirme con la paz del que sabe
que ha
cumplido su deber
y se ha
dejado el corazón en el empeño.
Ha regresado
del limbo al que se exilió
de forma
voluntaria
o quizá
cansada de tirar del carro
que doblaba sus
rodillas por momentos.
Se fue una
tarde de marzo
cuando el
viento amenazó con estrangular
su palabra y
su canto a los milagros de la vida.
Quizá supo
antes que yo
que el mundo
se acababa,
y antes de
perder el último tren
empaquetó su
risa,
la música que
sonó en aquél bar
donde se
tomó el último trago de luna,
los espejos que
le hacían verse guapa
las
caracolas que recogimos en la orilla de la playa
con el mar
entero dentro.
Se fue una
tarde de marzo
y me dejó
sola a este lado del mundo
donde nunca
más volvió a salir el sol
tras su
partida.
Me dejó sin
palabras y sin canto,
con el
llanto y con el miedo pegado a mi piel ajada,
la lluvia como
única canción
golpeando la
ventana de una casa en ruinas.
Me dejó el
veneno preparado en una vaso
por si no
soportaba su ausencia
y un espejo
deformado que nunca
me devolvió
la mirada.
Se llevó el
mar entero en su maleta
y me dejó apenas
un hilo de agua
resbalando
entre mis dedos.
Hoy ha
regresado sin poder reconecerse en mis canas
ni en el
rictus triste de mi boca.
Pero ha
regresado y yo le doy la bienvenida
sin hacerle
preguntas y extendiendo mis brazos.
Me basta
saber que vuelve para quedarse conmigo
—no sé por
cuánto tiempo—
y preparo
una fiesta paras brindar
por los años
que nos queden
sin contar
los años perdidos
tal y como a
ella le gusta hacer las cosas.
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